#ElPerúQueQueremos

Nos hemos negado tanto

Publicado: 2012-08-27

Ante el surgimiento de un grupo que sigue las ideas del llamado “pensamiento Gonzalo”, surge el miedo de volver a vivir nuevamente una sangría nacional y, para los aspirantes a yupis, echar a perder todo el crecimiento económico logrado. Alarmados, pedimos a nuestras autoridades hacer frente a la amenaza. Las autoridades se desesperan y nos sacan de debajo de la manga una cosa llamada Ley de Negacionismo –el corrector de Office me marca la palabreja ésta advirtiéndome de una posible incorrección idiomática, como cuando decimos alegremente “gente marcada por el positivismo”. El programa este no sabe, claro, que además se trata de un mal uso de la ley, que es producto de un mal uso de casi todo lo que ha tenido que ver con el tema de “nuestra guerra interna”, del “terrorismo”, “el fenómeno subversión” o como quieran llamarlo.

El miedo al resurgimiento del terrorismo es más que justificado. Sean políticos, empresarios, ciudadanos de a pie o quien sea, tenemos sobradas razones para temer. La cuestión es si hemos hecho algo para que esto no suceda. Pues, no. Al contrario, esto me parece la secuencia más lógica de hechos que podamos haber previsto que nos pasarían y la desesperada reacción de parte del Estado es tan predecible como mala y, a la larga, ineficaz, igual que lo han sido casi todas las respuestas al fenómeno subversivo.

No niego que la ley puede estar muy bien intencionada, pero es pésima, peligrosa y sesgada en cuanto al bien jurídico que intenta proteger y a su contemplación de la historia.

La legislación penal debería ser sistemática, tener una escala de valoración de los bienes jurídicos (derechos) a ser protegidos por el Estado y que pueden ser o son afectados por un agente cualquiera.

En esa escala es evidente que la vida debe ser el primero y más importante bien jurídicamente tutelable, ya que sin vida humana, no hay otro derecho que proteger, por eso, los delitos contra la vida deberían ser los más graves. Luego, a mi parecer, debería estar la libertad en todos sus sentidos. Nada se puede hacer sin libertad. Luego ya todos los demás hasta llegar al carterista o el que escucha música sin audífonos en el Metropolitano. Además, claro, que toda ley penal debe estar dentro de un código, un único cuerpo de leyes accesible a todo el mundo y con el lenguaje más claro posible, para evitar ambigüedades de interpretación en un tema tan delicado como es condenar a alguien a pena privativa de libertad.

La ley del negacionismo no es sistemática, no protege un bien jurídico fácilmente distinguible, por el contrario, parece afectar más bien un derecho que el Estado debería proteger, la libertad de pensamiento y de expresión; la ley, además, no tiene un lenguaje claro, al contrario, pareciera tener uno que se abre a múltiples interpretaciones –esto último es entendible, si tenemos en cuenta lo mal que usan el castellano nuestros congresistas; es una ley con nombre propio, una ley reacción, nada más.

Se ha dicho con cara de circunstancia que con esta ley se quiere proteger es la memoria y la dignidad del pueblo peruano, sobre todo de las víctimas de la guerra interna. Yo me pregunto ¿la memoria en un bien jurídico tutelable? ¿La dignidad de las víctimas? ¿Están hablando en serio? Digo ¿Con sentencias como el famoso “fallo Villa Stein” se puede honrar la memoria y la dignidad de las víctimas de la guerra interna? Ya, y el Llanero Solitario era cholo y comía ceviche.

Cuando suena el nombre de Movadef y el eco es un Jurado Nacional de Elecciones que se niega a inscribirlos como partido político señalándolos como radicales y aderezando su posición con que hacen apología al terrorismo y luego sale una ley que casi los obliga internarse en la clandestinidad, a presentarse como víctimas de una cacería de brujas, no puedo menos que concluir en que esa sentencia, parece, en efecto, una verdad absoluta que estalla en nuestras narices y nos deja, a los que sí conocemos un poco de nuestra historia –y que sentimos que a la patria no sólo en un plato de ceviche o en un lomo saltado, sino en toda su posible extensión–, una repetida sensación de frustración.

Cuando se habla de Sendero Luminoso y su famosa revolución armada se comete el error de limitarse a los años de guerra declarada con inicio en la quema de ánforas electorales en un pueblito serrano –en el peor de los casos, con la noche de los perros muertos en Lima–, pero casi nunca de hechos anteriores. No se habla, por ejemplo, de la historia de la Izquierda Peruana, esa que la derecha no quiere hablar como si tratasen de ocultar que hubo un leproso en la familia, de la solicitud de Sendero Luminoso para inscribirse como partido político y de la negativa que se le dio y su posterior pazo a la clandestinidad, de las personas que pertenecieron al partido, pero que luego salieron de él; no se habla del abandono moral y económico de la gente que no estaba en Lima o en las “ciudades importantes”; no se habla, tampoco, de mal manejo gubernamental, de ineptitudes políticas, etc. No hablar de esto es como hablar del sida mostrando fotos de los enfermos muriendo pero sin decirle a nadie cómo prevenir el contagio.

Sí, está bien hablar de los muertes y de las bombas en todo el país, no sólo en Tarata, pero, también hay que hablar de las causas de la subversión, las verdaderas razones del surgimiento del terrorismo aunque tengamos que destruir mitos y luego bajar la cabeza de vergüenza, aunque muchos caballeros honorables dejen de serlo y pasen a ser parte de la fila de culpables de que ideologías de odio, destrucción y muerte tengan adeptos antes y ahora sobre todo en las ciudades alejadas, alejadas del progreso, del desarrollo, del chorreo, de los malls o de Mistura.

Me gusta que haya cosas como la exposición permanente en el Museo de la Nación con un nombre en quechua –un risible intento por reivindicar la cultura andina después de menospreciarla y dejar que se desangre sin inmutarnos por muchos años antes de que nos toquen el culo en Lima– que nunca recuerdo o un minado Museo de la Memoria o un Ojo que llora, pero, es necesario ir más allá, hablar, debatir, conocer, saber el porqué, el cómo, el dónde, para poder dar una respuesta inteligente, fuerte, coherente a estos señores que han hecho del desencanto su mejor tierra para sembrar su ideología disfrazada de promesa de mejor estar.

En lugar de intentar callar y negarnos a nosotros mismo que hay gente que aún cree en esa ideología, como niños que cierran los ojos y creen que han desaparecido para los demás, debemos hablar, hablar fuerte, gritar, decirnos la verdad, toda la verdad, aceptar que es nuestra culpa, nuestra culpa, nuestra gran culpa.

Sólo cuando hablemos sin miedo ni complejos de nuestra historia completa conoceremos por qué se produjo el “fenómeno terrorista” recién tendremos historia y recién tendremos memoria que proteger. Pero, mientras sigamos ocultando o menospreciando el informe final de CVR, mientras nuestros generalotes quieran posar como héroes de un país que no existe porque ellos lo dinamitan desde adentro en consonancia con empresarios, parientes y gobernantes; mientras minemos el camino de Museos de la Memoria, mientras todos quieran ganar una línea de halagos en los libros de historia, mientras no reconozcamos que durante todo este tiempo nos hemos preocupado más por saber con quién trampea un jugador que de conocernos, reconocernos, sabernos, aceptarnos, juntarnos; que hemos profundizado abismos de diferencias, que hemos alejado más al que estaba lejos, hemos adormecido a la gente con niños desaparecidos, presuntas homocidas desequilibradas o talentosos cantantes que viven en la más grande miseria y se exponen como monos para ganarse un centavo, la historia, nuestra negra historia, volverá a repetirse.


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SABRÁN DISCULPAR

por Miguel Ángel Peña