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Perú, con P de publicidad

Publicado: 2012-07-28

Mientras pienso en cómo escribir esto, en algún lugar de Lima están celebrando algo llamado “Noche de la comida peruana”, actividad que concluirá con una “serenata al Perú”, el canto del himno nacional y kilos de pólvora quemada a cientos de metros de altura. Eso me despierta sentimientos encontrados. Por un lado, sí, me gusta ese ambiente de fiesta y ese bicho de nacionalidad que es como una magnificación de nuestra necesidad de pertenecer a un grupo, de tener una identidad colectiva, pero al mismo tiempo me lleva a preguntarme qué es exactamente lo que celebramos, si tenemos en verdad un país, si de verdad somos libres e independientes, si realmente tenemos justamente eso, identidad y unidad.

Comienzo por recordar que lo más adecuado sería celebrar nuestra independencia el 9 de diciembre, día en que se libró la batalla de Ayacucho, en la que por fin los españoles capitularon y nos dejaron deshacer más que hacer con nuestro país, ya que el 28 de julio de 1821 sólo sucedió que un argentino de mancillado monumento iba detrás de un anónimo afro peruano que gritaba aquellas palabras que me obligaron a aprenderme cuando estaba en el colegio. No es que quiera ser aguafiestas, pero, vamos, ya sabemos, o deberíamos saber, que una bonita proclama no nos hizo libres como si de un hechizo mágico se tratase. Se tuvo y tiene que derramar mucho sudor y un poco más de sangre para ser por fin independientes.

El héroe, entonces, de nuestra independencia ha sido, pues, Bolivar y no San Martín, quien dejó al venezolano la tarea de terminar con la tarea que él había comenzado con mucho menos ideales que intereses, pero, eso sí, con reconocible coraje.

Pero, dado que la tradición manda y yo no soy quien para cambiar casi doscientos años de celebraciones, nos quedamos con el 28 de julio como fecha de inauguración de un país ahora reducido a una marca, como si fuese una bebida gaseosa o algo así, lo quizás haya sido ese el acto más lúcido que hayan tenido los promotores de esa idea, el de redimensionar al Perú y definirlo como corresponde, como marca y no como país.

En verdad, como marca funciona bien, hay clientes fieles, otros no tantos, buscan que posicionarla en el mercado eliminando de ella lo que no conviene, a balazos si es necesario, y rodeándola de una parafernalia marketera muy atractiva como un bonito comercial de televisión, creando un mundo de fantasía, aunque en el fondo el producto sea sólo eso, un producto.

Si fuésemos un país y no una marca habría como una especie de unidad, de identidad, de horizonte y camino comunes, aquello que hace que nos unamos bajo ciertos símbolos, sin perder, por su puesto, las identidades locales. Pero, luego de lo que ha estado pasando en el país, pues, me queda la certeza de que no es así: vamos llamándonos perros unos a otros, celebramos con descaro la muerte de connacionales, cuando no las hemos provocado utilitariamente, o lamentamos más un poco de pintura sobre una piedra que toneladas de mercurio en la sangre de seres humanos.

No, esto, no parece un país y han hecho bien en ofertarnos como marca y en ese sentido están muy bien las celebraciones como esa que mencioné al inicio, podemos inflamar nuestro pecho diciendo que somos más peruanos porque nos gusta el ceviche o la pachamanca, porque por una noche o dos cantamos valses criollos o el veintiúnico huaylas que sabemos, o quizás un poquito del himno nacional aunque no sepamos el nombre de los autores, como pasa con los jingles de los comerciales y un par de cosas más que es ocioso mencionar.

Por eso mañana no sé si celebrar Fiestas Patrias. Aunque sí estoy seguro de no hacerlo viendo esas ceremonias oficiales que pasarán por televisión, y no lo haré, porque en eso encuentro aún menos país que en un lomo saltado y es que para qué estaría atento al Te Deum celebrado por un señor que considera los derecho humanos, o sea mis derechos, una cojudez o llama mercadería averiada a al menos el diez por ciento de la personas; cómo escuchar un discurso presidencial si es probable que esté cargado de las mismas promesas que antes de ser hechas ya están incumplidas; como encontrar país en una parada militar cuando son esas las manos que salen a matar a aquellos que están llamados a proteger. No, en nada de eso hay país, ahí no encuentro al Perú.

Si celebro, lo haré en algún rincón de Lima, la capital de un incierto país que yo creía aún joven, pero que parece más bien pendiente; lo haré por aquellos que sienten la necesidad de reclamar, porque en verdad se sienten peruanos, y no porque pueden comerse un kilo de causa rellena y decir “uhmmmmm”, sino porque aún creen y luchan por fundar un país que le de sentido a sus símbolos y no al revés; qué recuerda su historia, por qué tiene héroes, por qué sus monumentos, un país donde haya igualdad de derechos, sin discriminación, sin egoísmos ni conciencias de clases que desunan,con justicia y sin impunidad, sin violencia; un país que ama su comida, pero también a quien hace posible que esa comida esté en su plato, desde la tierra hasta el vendedor del mercado.

Si celebro, lo haré por aquellos que construyen, no una marca, sino por un país de verdad.


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SABRÁN DISCULPAR

por Miguel Ángel Peña